sábado, 22 de octubre de 2011

ninguna guerra se parece a otra

"Y que nadie venga a decirnos que en la guerra también hay límites, hay reglas. En la guerra, o se mata o se muere. Esa es la realidad de las guerras".
(Jon Sistiaga)




Habían lanzado los primeros misiles contra los civiles. La ciudad se hundía. Nosotros en los refugios, atrincherados, para protegernos del fin. La ciudad se hundía, el Mundo entero parecía haberse vuelto loco, o al menos, estar todo patas arriba. Pero nosotros estábamos en los refugios, supuestamente a salvo, y con ganas insaciables por ver cómo terminaba el capítulo de la Historia de nuestra ciudad.


Caminaba por las calles que ahora estaban muertas pero que anoche estaban más vivas que nunca. No había luces, por primera vez la luz de la luna bastaba para alumbrar la antigua ciudad ocre. Ni una sola terraza puesta, ni un solo bar abierto. Entonces llegué al bar de siempre. Parecía que lo habían abandonado a toda prisa, tan rápido que se les olvidó echar la llave.
Empujé la puerta y entré. Todo estaba vacío y desordenado. El piano en la esquina, sillas que impedían el paso y dos mesas más atrás percibí una sombra, una figura sobre un fondo. Eras tú.

Corrí hacia tu mesa, me senté enfrente tuyo y entonces te agarré la mano. Por un momento me sentí a salvo. Caras de sorpresa, ilusión, miedo, ambivalencia... desorientados. Así estábamos, desorientados.

- "La ciudad se hunde, se está derrumbando todo... No tengo miedo de perder mis cosas, las calles, los edificios, la ciudad... tengo miedo de perderme las noches, pero sobre todo de perderme los amaneceres".
-"Entonces tendremos que intentar salvarnos a nosotros mismos en medio de todo este caos".

No había sitio seguro en la ciudad que no fuesen los refugios copados de gente nerviosa. Nosotros no éramos como los demás, no podíamos atrincherarnos con ellos, "tendremos que construirnos un refugio propio, resistente. Seremos los sobrevivientes del caos y de la muerte".

Los misiles no dejaban de reventar la ciudad, había ruido, estruendos, demoliciones de edificios, gritos y llantos de fondo...Nosotros gritábamos y llorábamos mudos. Dentro todo eran mareas internas. Pero ahí permanecíamos, rostros impasibles que solo eran capaces de mostrar el terror a ser descubiertos... terror de abandonarse a sí mismos.

Las horas pasaban, hablaron, se enredaron en espirales de historias, pero llegaron al epicentro de la ruina. Llegaron a saber de dónde venía todo el dolor, el origen de la desorientación propia, centro de huracanes y pasiones, el inicio donde todo acababa. Lo descubrieron y por un momento olvidaron los misiles, los estruendos, los ruidos, la caída de la ciudad. No podían decir nada. Sabían perfectamente que estaban condenados...

Y por un momento, prefirieron estar fuera, en la calle, vulnerables, presos de cualquier misil contra civiles inocentes, con tal de no seguir viviendo esa condena que llevaban dentro. Porque sabían que serían testigos del fin de la ciudad, pero no sabrían si algún día tendrían el valor suficiente para vislumbrar el fin de sus respectivas condenas propias.

1 comentario:

jaio dijo...

Lo mejor de la guerra es que ya la hemos perdido, y las ciudades son ruinas a nuestro paso, y nuestro paso es ruina en las ciudades. No podremos escondernos, no podremos salvarnos, pero habrá que vivir a pesar de las dudas.