lunes, 29 de marzo de 2010

desconfianza ciega

Te dije que debíamos dejar la carretera principal en la segunda salida a la derecha. Tú ignoraste eso de segunda, no me hiciste caso así que continuamos por la carretera hasta que, después de agotar mi paciencia y cansancio a base de vociferarte que nos habíamos pasado la salida, que no llegaríamos a tiempo, que no tenía cobertura para avisar de nuestro retraso, que porqué nunca me escuchas cuando te hablo, después de todo eso, pusiste mi disco favorito en el coche, creo que era porque te sentías culpable, tan culpable de mi inestabilidad emocional momentánea que iniciaste una secuencia de pasos firmes con el único propósito de hacerme y hacerte sentir bien en ese diminuto espacio que era tu coche.

¿Y ahora qué vamos a hacer? te preguntaba con tono más calmado. Tú solo respondías que no sabías, que era cuestión de tiempo el encontrar otra salida, que confiase en ti.

Que confiase en ti... eso sí que resulta gracioso después de descubrir cómo tú no confiabas en mi ni en mi capacidad de dirigirte en la carretera, así que comencé a preguntarme internamente si realmente debería confiar en ti, si callarme y dejar que tú y tu coche me llevaseis de vuelta a la realidad era la mejor solución. De momento me decidí por ponerme las gafas de sol para camuflarme ante tus ojos e intentaba ahogar mis pupilas en la impotencia y en la rabia de no saber qué hacer, ni si confiar en ti o tirar del absurdo mecanismo que abría la puerta del copiloto y dejarme rodar por la carretera, sola.

Entonces empezaste a preguntar si realmente no confiaba en ti, yo no contestaba, me hacía la dormida, tocabas mi muslo izquierdo y me preguntabas si no confiaba en ti elevando ligeramente el tono de voz; "joder, ¿eres gilipollas o sorda, por qué no me contestas?" gritaste mientras me deshacía de mis gafas de sol.

Yo te respondí al estilo gallego con un: "¿acaso tú confías en mi?"

Tú empezaste a justificar tu supuesta confianza a través de nuestro viaje a Roma, decías que todo eso ya estaba superado, que sabías que nos habíamos vuelto a amar el día que te besé, después de tres meses, a los pies de Trevi, luego recordabas cómo te agarraba la mano al cruzar los pasos de peatones; cómo me dejaba retirar el flequillo de los ojos mientras empapábamos nuestros cuerpos al sol en las escaleras de la Piazza di Spagna y cómo mi rostro aparecía radiante y rebosante de felicidad en todas y cada una de las fotos que nos hicimos en el Vaticano.

Entonces yo ante tal discurso, respondí de nuevo con otra pregunta: "Si confiabas en mi, ¿por qué no pasamos esos días en Florencia que era lo que yo sugerí antes de comprar los billetes?"

Tú decías que eso nunca ocurrió, que era mentira, volvías a reprocharme mi (supuesto) problema de memoria, yo pensaba que qué sabrías tú de los mecanismos de la memoria y, con la cara empapada y una mano sobra la que dejabas reposar en el cambio de marchas, clavé mi mirada en tu perfil derecho, tu mejor perfil, porque eras uno de esos chicos que solo son guapos dependiendo del ángulo con el que se le mire... Yo callaba, te miraba, pestañeaba, te miraba, seguía mirándote... Solo buscaba esa reciprocidad, una mirada cómplice.

Entonces tus ojos se encontraron con los míos y dijiste en tono chulesco: "¿qué?"

Instantes después mi cuerpo rodaba por la carretera, solo...

1 comentario:

Cap. Manu dijo...

buenísimo
me ha encantado
creo que de lo que has escrito es lo que más me ha gustado