viernes, 16 de abril de 2010

No conoceré el miedo. El miedo mata la mente. El miedo es el pequeño mal que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mi y a través de mi. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allí por donde mi miedo haya pasado ya no quedará nada, sólo estaré yo.
Frank Herbert

Podía leerte incluso con los ojos cerrados, me sabía tus textos de memoria, tus historias me las sabía de memoria; sabía cómo ocurrieron en realidad y qué partes del relato eran inventiva propia; porque ya conocía tu forma de mentir, tu forma de arrugar la nariz cuando intentas mentir, mejor dicho, porque nunca aprendiste a mentir, por eso de la culpa y la vorágine de sensaciones desagradables que se acumulaban alrededor de tu estómago cada vez que intentabas mentir(me).

Yo conocía perfectamente tu anatomía, tu cuerpo, sabía cómo formar una secuencia de caricias que se detenían justo antes de llegar a tu ombligo, evitando así tu erección. Yo sabía que no podía detenerme jugando con ciertas partes de tu torso, así que solo recorría suavemente tu pecho con mis dedos firmes, torpes y fríos. Lo hacía con cuidado, para no despertar a la bestia que llevabas dentro, yo nunca fui de guerras y ahora solo pretendía mantener la paz en este reino.

Sabía perfectamente que tú removías el café en sentido contrario al avance de las agujas del reloj. Nadie suele hacerlo así. Me gustaba observar cómo bebías café. Prefería que bebieses café a que pidieses otra copa en el penúltimo bar que quedaba abierto cada noche en el centro de la ciudad.

El café no te excita, no te pone nervioso ni agresivo, las copas son otro cuento... Gracias a las copas un día me amenazaste con escupirme, cogiéndome fuertemente del brazo derecho mientras yo te amenazaba con atropellarte con mi coche si lo hacías. Tú sonreías, yo te miraba fijamente, "a mi no me amenaces, ¿me has oído? te dije. Tú seguramente no lo escuchaste, las copas también te hacen perder gran parte de tu capacidad atencional, así que te agarré con la mano derecha la cara y zarandeé tu cabeza de un lado a otro hincando mis dedos debajo de tus pómulos, "¿me has entendido?" te repetí alzando la voz. "No seas pesada" contestaste desde una valiente posición de copiloto... Bajé del coche, enfadada, dejando la paciencia en el maletero, porque esa noche no quería gastarla contigo. A cada paso enfurecía un poco más. Abrí la puerta del copiloto "baja ahora mismo".

Te tropezaste al salir del coche, yo permanecía allí, erguida, seria, enfadada, impasible ante tu caída. Al levantarte tus ojos se encontraron con los míos y comenzaste a gritarme: "Estás loca, psicóloga de mierda, estás loca". Te abofeteé y me di media vuelta, subí en el coche, giré la llave y mientras el coche rugía yo me deshacía en lágrimas.

No lloraba por haberte abofeteado, lloraba porque por un instante me había convertido en la parte de ti que más temía, en esa parte agresiva e irracional que trataba de mantener alejada de mí... YO me había convertido en esa parte.

Yo, que te conocía tanto que a veces te temía, te temía... porque, en definitiva, había empezado a temerme a mí misma.

2 comentarios:

Francisca dijo...

Te invito a visitar mi nuevo blog de ilustraciones y textos breves http://mandamientosdementira.blogspot.com/
Saludos!
Fran

Anónimo dijo...

Paul lucha contra sus dudas y termina venciendo.
Estoy seguro de que tú tienes algo de Bene Gesserit, no te irá mal en el intento...